Friday 28 November 2014

El más feo de los hombres



Y de nuevo corrieron los pies de Zaratustra por montañas y bosques, y sus ojos buscaron y buscaron, más en ningún lugar pudieron ver a aquél a quién querían ver, al gran necesitado que gritaba pidiendo socorro. Durante todo el camino, sin embargo, se regocijaba en su corazón y estaba agradecido. "¡Qué buenas cosas, decía, me ha regalado este día para remediar el haber comenzado mal!, ¡Qué extraños interlocutores he encontrado! Quiero morder durante largo tiempo sus palabras, como si fueran buenos granos; ¡mis dientes deberán desmenuzarlas y molerlas hasta que fluyan a mi alma como leche!” Más, cuando el camino volvió a girar en torno a una roca, el paisaje se transformó de repente y Zaratustra penetró en un reino de muerte. En él, peñascos negros y rojos miraban rígidos hacia arriba: ni una brizna de hierba, ni un árbol, ni el canto de un pájaro. Era, en efecto, un valle que todos los animales evitaban, incluso los animales de rapiña; sólo una especie de serpientes feas, gordas, verdes, cuando se volvían viejas, venían aquí para morir. Por esto los pastores llamaban a este valle: Muerte de la Serpiente.
 
Zaratustra se sumergió en un negro recuerdo, pues le parecía que él había estado ya una vez en aquel lugar y muchas cosas pesadas oprimieron su ánimo: de modo que comenzó a caminar cada vez más lentamente, hasta que por fin se detuvo. Entonces, al abrir los ojos, vio algo que se hallaba sentado junto al camino, algo que tenía una figura como de hombre, pero que apenas lo parecía, algo inexpresable. Y de repente se apoderó de Zaratustra una gran vergüenza por haber visto con sus ojos algo así: enrojeciendo hasta la raíz de sus blancos cabellos. Apartó la vista y levantó el pie para abandonar aquel triste lugar. En ese instante, aquel muerto desierto produjo un ruido: del suelo, en efecto, salía un gorgoteo como los que hace el agua por la noche en tuberías atrancadas; y por fin surgió de allí una voz humana y unas palabras de hombre: -- que decían así: '¡Zaratustra! ¡Zaratustra! ¡Resuelve mi enigma! ¡Habla, habla! ¿Cuál es la venganza contra el testigo? Yo te invito a que te vuelvas atrás, ¡aquí hay hielo resbaladizo! ¡Cuida, cuida de que tu orgullo no se rompa aquí las piernas! ¡Tú te crees sabio, orgulloso Zaratustra!, resuelve, pues, el enigma tú, duro cascanueces, - ¡el enigma que yo soy! ¡Di, pues: quién soy yo!' Pero cuando Zaratustra hubo oído estas palabras, ¿qué crees que ocurrió en su alma? La compasión le acometió y se desplomó de golpe, como una encina que ha resistido durante largo tiempo a muchos leñadores, de manera pesada, súbita, causando espanto incluso a quienes querían abatirla. Pero en seguida volvió a levantarse del suelo, y su rostro se endureció. 'Te conozco bien, dijo con voz de bronce: ¡tú eres el asesino de Dios! Déjame ir. No soportabas a Aquél que te veía, -que te veía siempre y en todo lugar, ¡tú el más feo de los hombres! ¡Te vengaste de ese testigo!'

Así habló Zaratustra y sintió ganas de abandonar el lugar; pero el inexpresable agarró una punta de su vestido y comenzó de nuevo a gorgotear y a buscar palabras. '¡Quédate!', dijo por fin. '¡quédate!, ¡no pases de largo!... He adivinado qué hacha fue la que te derribó: ¡Felicidades, Zaratustra, por estar de nuevo en pie! Has adivinado, lo sé bien. ¡Quédate!, toma asiento aquí cerca de mí, no será inútil. ¿A quién quería yo ir si no a ti? ¡Quédate, siéntate! ¡Pero no me mires! ¡Honra así -- mi fealdad! Ellos me persiguen: ahora eres tú mi último refugio. No con su odio: ¡oh, de tal persecución yo me burlaría y estaría orgulloso y contento! ¿No estuvo hasta ahora siempre el éxito de parte de los bien perseguidos? Y quien persigue bien, aprende con facilidad a seguir: ¡pues marcha detrás! Pero es de su compasión de lo que yo he huido, buscando refugio en ti. Oh Zaratustra, protégeme, tú mi último refugio, tú el único que me ha adivinado: tú has adivinado qué sentimientos experimenta el que le mató a Él. ¡Quédate! y si quieres irte, impaciente: no vayas por el camino que yo he seguido. Ese camino es malo.

¿Estás irritado conmigo porque hace ya mucho tiempo que hablo?, ¿De que yo te dé consejos?... Pero sabes que yo, el más feo de los hombres, soy también el que tiene asimismo los pies más grandes y más pesados. Por donde yo he pasado, allí el camino es malo. Todos los caminos pisados por mí quedan muertos y estropeados.

El hecho de que tú pasases a mi lado en silencio; de que te ruborizases, bien lo noté: en eso he reconocido que tú eres Zaratustra. Cualquier otro me habría arrojado su limosna, su compasión con miradas y palabras. Pero para esto, no soy yo bastante mendigo, eso tú lo has adivinado, para esto soy yo demasiado rico, ¡rico en cosas grandes, terribles, en las cosas más feas, más inexpresables! ¡Tú vergüenza, oh Zaratustra, me ha honrado!

Con dificultad logré escapar de la muchedumbre de los compasivos, para encontrar al único que hoy enseña 'la compasión es importuna'… ¡a ti, oh Zaratustra!, ya sea compasión de un Dios, ya sea compasión de los hombres: la compasión va contra el pudor. Y no querer ayudar puede ser más noble que aquella virtud que se apresura solícita.

Pero entre todas las gentes pequeñas se da hoy el nombre de virtud a eso, a la compasión: ellas no tienen respeto por la gran desgracia, por la gran fealdad, por el gran fracaso. Yo miro por encima de todos éstos al modo como el perro mira por encima de los lomos de los pululantes rebaños de ovejas. Son pequeñas gentes grises, lanosas, benévolas. Como una garza mira despectivamente por encima de los estanques poco profundos, con la cabeza echada hacia atrás: así miro yo por encima del hormiguero de grises y pequeñas olas y voluntades y almas.

Durante demasiado tiempo se les ha dado la razón a esas gentes pequeñas: con ello se les ha acabado por dar, finalmente, también el poder. Ahora enseñan: 'Bueno es tan sólo aquello que las gentes pequeñas encuentran bien'. Y 'verdad' se llama hoy lo que dijo el predicador que procedía de ellos, aquel extraño santo y abogado de las gentes pequeñas, que atestiguó de sí mismo 'yo - soy la verdad'. Desde hace ya mucho tiempo ese presuntuoso hace hinchar la cresta a las gentes pequeñas. Él, que enseñó un error nada pequeño cuando dijo, 'yo - soy la verdad'. ¿Se ha dado nunca una respuesta más cortés a un presuntuoso?...

Pero tú, oh Zaratustra, lo dejaste de lado al pasar y dijiste: '¡No! ¡No! ¡Tres veces no!'. Tú te pusiste en guardia contra la compasión, no a todos, no a nadie, sino a ti y a los de tu especie. Tú te avergüenzas de la vergüenza del que sufre mucho; y en verdad, cuando dices 'de la compasión procede una gran nube, ¡atención, hombres!', cuando enseñas 'todos los creadores son duros, todo gran amor está por encima de su propia compasión'; ¡oh Zaratustra, qué bien me pareces entender de signos del tiempo!

Pero tú mismo -- ¡ponte en guardia también a ti mismo contra tu compasión! Pues muchos se encuentran en camino hacia ti, muchos que sufren, que dudan, que desesperan, que se ahogan, que se hielan. También contra mí te pongo en guardia. Tú has adivinado mi mejor, mi peor enigma, a mí mismo y lo que yo había hecho. Yo conozco el hacha que te derriba.

Pero El, tenía que morir. Miraba con unos ojos que lo veían todo, veía las profundidades y las honduras del hombre, toda la encubierta ignominia y fealdad de éste. Su compasión carecía de pudor: penetraba arrastrándose hasta mis rincones más sucios. Ese máximo curioso, demasiado indiscreto, demasiado compasivo, tenía que morir. Me veía siempre. De tal testigo quise vengarme, o dejar de vivir. El Dios que veía todo, también al hombre: ¡ese Dios tenía que morir! El hombre no soporta que tal testigo viva. Así habló el más feo de los hombres. Y Zaratustra se levantó y dispuso a irse: pues estaba hastiado hasta las entrañas. 'Tú inexpresable', dijo, 'me has puesto en guardia contra tu camino. Para agradecértelo voy a alabarte los míos. Mira, allá arriba está la caverna de Zaratustra. Mi caverna es grande y profunda y tiene muchos rincones, allí encuentra su escondrijo el más escondido de los hombres. Y junto a ella hay cien agujeros y hendiduras para los animales que se arrastran, que revolotean y que saltan. Tú proscrito que te has proscrito a ti mismo, ¿no quieres vivir en medio de los hombres y de la compasión humana? ¡Bien, obra como yo! Así aprenderás también de mí; solo obrando se aprende. ¡Y ante todo y sobre todo, habla con mis animales! El animal más orgulloso y el animal más inteligente, ¡ellos son sin duda los adecuados consejeros para nosotros dos!'. Así habló Zaratustra y siguió sus caminos, más pensativo y más lento aún que antes: pues se hacía muchas preguntas a sí mismo y no le era fácil dares respuesta. '¡Qué pobre es el hombre!', pensaba en su corazón, '¡qué feo, qué patético, qué lleno de secreta vergüenza!'. Me dicen que el hombre se ama a sí mismo: '¡qué grande tiene que ser ese amor a sí mismo!, ¡cuánto desprecio tiene en contra suya!'. También ése de ahí se amaba a sí mismo tanto como se despreciaba, 'para mí es alguien que ama mucho y que desprecia mucho. A nadie encontré todavía que se despreciase más profundamente: también esto es altura. ¿Acaso era ése el hombre superior, cuyo grito oí? Yo amo a los grandes despreciadores. Pero el hombre es algo que tiene que ser superado'.

Nietzsche
Nietzsche nace en 1844 y muere en 1900. En este filósofo alemán se pueden distinguir dos discursos: una crítica de la verdad metafísica y lo que podríamos llamar 'sus' verdades. Estas últimas se refieren a la apreciación que él tiene de la Alemania de la época en que le tocó vivir: del cristianismo, de la democracia, el socialismo, las mujeres, etc. Por esta razón era considerado como uno de los ideólogos del nacismo, sustentador del individualismo, etc. La idea de que hay una verdad absoluta y que se puede encontrar y des ocultar, esa idea es negada por Nietzsche. El afirma que la verdad es un proceso. Rescata la pluralidad de las perspectivas. Por eso se habla de dos discursos que resultan contradictorios y llevan a la confusión. Pero esto solo afirma su pensamiento: hace que Zaratustra recomiende a sus discípulos la irreverencia para destruirlo como maestro. Reconociendo sus limitaciones.